DIECISIETE DE AGOSTO
Por Ricardo Andrés Torres
Para un argentino San Martín es como esas presencias ubicuas, que las sabemos ahí, presentes de alguna manera desde que éramos niños, como el sol o como nuestros padres. Yo puedo recordar cómo a los cuatro o cinco años mi tía me llevaba al “Barrio San Martín” a pocas cuadras del mío, y en los billetes de la década del 70, los “pesos Ley 18.188”, la augusta ancianidad del prócer nos observaba desde las más altas denominaciones, 50 y 100 pesos. En la escuela conocimos algo más de esta misteriosa y firme figura, con nombre de santo, el “Santo de la Espada” y en los libros de lectura lo veíamos, con su gorro bicornio, su caballo blanco y su epopeya inigualable. La Marcha de San Lorenzo con su febo asomando y al moreno Cabral haciéndose inmortal inflamaba mi pecho cada tarde al salir de la escuela Blas Parera, y en el segundo grado recité con brío las palabras de aquel heroico sargento: ¡Muero contento, hemos vencido al enemigo!, para el aplauso de mi maestra y mis compañeros, una de mis pocas glorias de estudiante en la primera escuela primaria.
Después vinieron las revistas infantiles y los libros de historia, más detallados contando la gran hazaña de los Andes, la honrosísima modestia de aquel correntino corajudo, su misterioso amor por la Patria, su mirada severa. Don José nos miraba y nos mira como esperando que una vez por todas nos juguemos por la Patria. ¿para cuándo? ¿No basta acaso su huella luminosa, su estela del fuego atroz que nos hizo libres, los bronces innumerables que enaltecen su figura? ¡Qué pequeños que somos a la sombra de esa gigantesca hombría! ¿Todavía no “la vemos”? ¿Cuánto falta para que nos demos cuenta que sólo renunciando a nosotros y luchando por un ideal superior podemos reconstruir esta Patria deshecha en jirones? Nos falta mucho, somos como hojas arrastradas por un vendaval de secularismo, individualismo y confusión, cada vez más potente. Pero en esta tormenta de autonegación, sigue estando en nuestras plazas, en nuestra historia, en nuestra conciencia profunda esa enhiesta sombra que nos observa. Que la Providencia del Creador haga surgir las almas que conduzcan la Patria hacia su reconstrucción, como las tropas de San Martín avanzaban en la feroz cordillera, y que el mismo Gran Capitán nos ayude a emprender ese camino.
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